Madrid no te pide que la quieras, te reta a que la aguantes. Y aun así, la queremos. No tiene mar, pero te ahoga en prisas. No tiene calma, pero te enseña a sobrevivir en medio del ruido. Hay días en los que piensas seriamente en hacer la maleta, dejar las llaves en el buzón y largarte a un pueblo donde el mayor drama sea que la panadería cierre a mediodía. Y justo cuando estás decidido, Madrid hace lo que mejor sabe: te cabrea… y al segundo te abraza.
Porque Madrid no se vende como ciudad perfecta. Aquí el cielo no es siempre azul, el café no siempre está bueno y el metro no siempre llega. El camarero puede servirte con desgana, el alquiler te roba la dignidad y un semáforo puede hundirte la mañana. Sin embargo, hay algo extraño, casi irracional, que te retiene. Tal vez sea esa señora que te llama “cariño” mientras te cobra los tomates. O el tipo que, sin conocerte, te sostiene la puerta al salir del metro como si fuera tu vecino de toda la vida. O ese violinista en Callao que consigue que cien desconocidos paren, respiren y se callen un momento.
Madrid es brusca, directa, sin filtros. No te promete nada. No te endulza los lunes, ni te regala tranquilidad, ni te pone un camino fácil. Pero te da algo que no se compra: pertenencia. Puedes quejarte del tráfico, del calor, de los turistas que bloquean la Puerta del Sol como si esperaran ver a la Virgen aparecer en el Oso y el Madroño. Puedes decir que estás harto. Pero que no venga uno de fuera a decir lo mismo, porque te hierve la sangre. Podemos meternos con ella, pero que no lo haga nadie más. Madrid es como una familia rara: tú te ríes o lloras con ella, pero cuidado si alguien la toca.
Y sí, es agotadora. Te exprime. Te obliga a aprender a vivir deprisa, a cruzar la calle cuando el semáforo está en ámbar, a comer de pie en la barra de un bar porque no hay sillas libres desde 1998. Te acostumbras a mirar el reloj más que el cielo, a medir la vida en estaciones de metro y no en kilómetros. Pero también te enseña a aprovechar cada segundo, a celebrar cada cerveza como si fuera patrimonio cultural, a sentirte vivo en medio del caos.
Lo más raro de Madrid es su forma de pedir perdón sin decirlo. Justo cuando la odias más, te regala un atardecer naranja desde un sexto piso en Tetuán. Te deja encontrar un banco libre en El Retiro justo cuando pensabas que ni el césped te quería. Te da un respiro en forma de aire fresco en el Paseo del Prado después de un día que parecía no acabar. No te pide que la adores. Solo te dice: “aquí sigues”.
No es bella como una postal. Tiene fachadas desconchadas, aceras rotas y pintadas que nadie borra porque, de algún modo, ya son parte del paisaje. Pero tiene luz, una luz que no es bonita… es honesta. Una luz que cae sobre todo, sin discriminar: sobre el ejecutivo que corre al metro, la mujer que vende romero en la esquina y el turista que se acaba de perder por séptima vez buscando la Casa de Papel.
Hay ciudades que se quieren por su perfección. Madrid se quiere por sus defectos. Porque aquí nada está ordenado, pero todo pasa. Porque puedes sentirte solo entre millones de personas, pero basta bajar a la calle para recordar que compartes esta locura con otros que también llegan tarde, también están cansados y también se quedan, aunque podrían irse.
Quizás por eso, cuando más nos enfada, más nos agarra. Porque Madrid no es una ciudad que se disfruta cómodamente, es una ciudad que se vive. Que te rompe un poco, pero te reconstruye distinto. Que te exige, pero te da historias. Y aunque sigamos soñando con irnos algún día, sabemos que en cuanto el tren empiece a alejarse, echaremos de menos hasta el ruido.

